sábado, 30 de octubre de 2010


Una mezcla de sabores vino a mi nariz esta mañana: maíz, leche y azúcar.
Tanto rascarme la cabeza mi pelo formó un sombrero de mil formas, con varios escondites y lleno de anécdotas matadoras.
Hasta que se enteraron todos los piojos al mismo tiempo del agobiante calor a lo largo de este inmenso campo sembrado de girasoles. Comienzan a brincar agrupados haciéndose presentes en mi frente, los veo, y creo parecerme tanto a todos estos pequeños frijoles. Casi creyeron ser mis mascotas, al suministrarles tan buen alimento del paraíso. Por ilusos y condescendientes, caen.
Anoche apoyé mi cabeza en una almohada húmeda de vermiculita, con una siesta boca arriba sin fuertes vientos. Igual saben que su estadía es transitoria, y pronto bien, van a dormir sobre otra almohada.
Casi nos vence el olor a nuevo. Alguien me dijo una vez que teniendo esto en mí cabeza hasta se vería modificada mi alimentación, y a muchas cosas, ya no preparo la ensalada con vinagre, no retoco mis puntas con cremas de enjuague, y abandone las carnes, solo por omisión.
Todo termina pretendiendo cegarnos, con lo mucho que nos encandila el presente. Soy una ninfa que gusta de la sangre, como si fuera miel, sos mi alimento profético.
Mi cuerpo desnudo, inoculado por todo un continente. Busco proteger mi rebaño, que son mis días, mis estaciones, mis años. Y ellos no solo me proporcionan un status quo, son parte del equilibrio de mi eje.
Blancas, como los granos del maíz de la mañana. Atrapadas en el nido, las liendres, su trampa. Hoy sé que no solamente, comprendían mis pensamientos, además eran familias enteras; llenas de lo que bombea el corazón, que coexistían con el sentido de vivir en mi tranquila selva pedicular. Gracias que preferimos seguir exhalando suspiros y enredos que me constan de algo tan natural.

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